De la Ideología de Género al imperio de la subjetividad

Si usted se autopercibe superhéroe, ¿debo estar obligada a llamarle superhéroe? No pregunto con ironía, sino con la claridad del que observa cómo nos hemos ido alejando de la rigurosa tarea de escudriñar los datos objetivos que nos muestran las ciencias y la propia naturaleza humana, para erigir una nueva cultura fundamentada en la supremacía de la subjetividad; y particularmente de la subjetividad sexual, donde no prima lo que se es, sino lo que uno piensa que es.

Este es el terreno movedizo donde se fabrica la llamada perspectiva de género como cosmovisión de la sexualidad humana. Pero, no como una disciplina más de la antropología cultural para intentar explicar cómo las diferencias biológicas entre el hombre y la mujer se manifiestan en la cultura,sino para erigirse como dogma, es decir, como la única forma de entender la sexualidad; e incluso, como el único camino teórico para educar en la equidad.

Cuando así sucede, esto es, cuando dicha cosmovisión deja de ser una más entre todas las disciplinas de estudios para imponerse como verdad absoluta -aunque sus premisas no sean científicamente verificables e incluso algunas opuestas a los datos biológicos objetivos-, esta se convierte en ideología. Entonces, la Verdad no importa. Y nos someten voluntaria e involuntariamente al imperio de la subjetividad.

Téngase claro que mi opinión no va dirigida a criticar la autopercepción sexual de los demás ni el derecho de cada cual a autopercibirse como quiera. Mientras esto quede en el plano individual, la autopercepción de cada cual respecto de su identidad sexual no tiene por qué ser un problema para nadie. En cambio, imponerle a los demás reconocer y aceptar esa autopercepción del otro, debería ser un problema para todos. Porque permitirlo genera una espiral desenfrenada de derechos para algunos, a costa de la imposición ideológica a todos. Esta es para mí la controversia.

Ante este avasallante tsunami ideológico que pretende reducir la sexualidad humana a una expresión exclusiva de la cultura para, entre otras cosas, redefinir conforme al antojo personal las categorías sexuales y crear una infinidad de identidades alternativas al binomio hombre-mujer, al menos queda el muro de contención del dato natural biológico y objetivo que no hay moda ni discurso que pueda sobrevivirle.

Somos cultura, no lo dudo, pero somos primero naturaleza. Y si bien la cultura incide en nuestros comportamientos, roles y estereotipos sexuales, también es cierto que las diferencias naturales entre los hombres y las mujeres repercuten en las distintas manifestaciones culturales. Negar una de estas premisas -como lo pretende la ideología de género- es una desarticulación que actúa en retroceso de la comprensión integral de la persona.

El politólogo argentino, Agustín Laje, lo resume magistralmente: “el hombre es naturaleza, pero también cultura: en ese orden. Y tan cierto como ello es también el hecho de que su cultura triunfa cuando no va en detrimento de la naturaleza”.

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