Nos hemos acostumbrado a la política de los dimes y diretes, de la garata, de quién es más bravito y guapetón a la hora de señalar las faltas ajenas. Nos habituamos a vivir en el conflicto y, por lo tanto, a crearlo continuamente. Parecería que no conocemos otra forma de convivencia que no sea la pugna constante. Y así, casi naturalmente, vivimos en medio de una guerra incesante donde los proyectiles mortales no son balas, sino ramilletes de palabras: insultos, burlas y humillaciones.
Esta forma de hacer política tiene que cambiar. Y fíjese que me refiero a la manera, no a la denuncia en sí misma. Pues denunciar es parte del deber político para delatar las injusticias y deficiencias que nos afectan a todos, y para señalar la necesidad y las posibilidades de un cambio. Ahora bien, es posible diferir, incluso denunciar, sin ofender a la persona que piensa distinto o que comete el acto que denunciamos. ¿Cómo? Reconociendo y afirmando en el otro tu misma dignidad.
Creo firmemente que es posible transformar esta cultura del conflicto en una cultura del encuentro. Y si no lo fuera, quiero hacerlo posible. Porque quiero pensar y vivir en un país donde las diferencias no sean razón para la enemistad o la construcción de trincheras, sino una oportunidad para transformarlas en un proceso de diálogo. Y si bien las diferencias no siempre serán armonizables, ello no anula la potencialidad del encuentro de puntos afines que nos permitan trabajar, desde las diferencias, por el bien común. Un cambio es posible si vemos y hacemos las cosas de manera diferente.
¡Comencemos!
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